Aquí empieza la oscuridad, el raciocinio aparentemente lógico, ordenado, y su caída en el abismo, fruto del azar, de las palabras que ahora pronuncio. Es el falso diálogo con uno mismo, la máxima aproximación a la verdad y su fracaso. ¿Qué soy, en realidad, sino las palabras olvidadas de un actor, el dobladillo deshilachado de la camisa que llevo puesta? Soy las cenizas de un pasado sin medida; de un presente en pleno caos y transformación; de un futuro incierto, frágil. Soy las imágenes más bien “terrenales” o “espirituales”, el último escalón hacia la desmemoria.
Las he soñado; se han quedado grabadas, de forma precaria, en mi cerebro. Antes de salir a ver mundo, ya llevo conmigo la percepción anquilosada de su falsa verdad, pura geometría imposible e imperfecta de triángulos escalenos. Soy el resultado de esas imágenes, nunca reveladas del todo; un yo distante sometido a su yugo, a su inevitable espiral, a su irrefrenable no-lenguaje en el tiempo y el espacio. Sin duda, esas fotografías dotan de un sentido efímero a mi existencia. ¿Qué soy sino la evocación publicitaria, el avance del yo por la selva de la irrealidad, la aparente salvación mediante la voz confesional de los píxeles de las cámaras digitales? Paradójicamente, apenas conocen barreras, son casi tan universales como la música.
Soy yo a través de la voz de lo inverosímil, la entrada a ese laberinto fantasmal de individuos que aparecen y desaparecen sobre el paisaje lúdico y caleidoscópico de la irrealidad. Tengo más imágenes guardadas en la recámara de mi mente que en la fisicidad de álbumes fotográficos. Y esto es así pues, cuando visito un lugar, o cuando se me acerca alguien para charlar conmigo y deseo “inmortalizarlo”, no quiero que nada se interponga entre el paisaje y yo, entre mi interlocutor y yo. Todo lo más, su velada presencia se graba con cámaras fotográficas solo en sueños. Esto me reconcilia, o trata de reconciliarme, con los caminos imposibles de la verdad.
Al final, todo se reduce a pretender descifrar mi personalidad o mis múltiples personalidades: pretender saber “qué soy” y “a quién me dirijo”. Y, quizás, a quien mejor me dirijo es a mí. Yo soy quien mejor conozco las “traiciones”, la “manipulación” que obtengo de la mezcla de sueño y vigilia, de pesadilla y realidad. Soy quien mejor puede ocultar la incertidumbre con una sonrisa; el llanto, con un parpadeo grácil, sin derramar una lágrima.
Y esto me conduce, inevitablemente, a una última reflexión: ¿no es acaso mayor la derrota cuando caemos en el error de edulcorar el pasado? Pretendo que sea más benévolo conmigo de lo que ha sido, pero me traiciono porque, nadie, ni siquiera yo, podrá recuperarlo, ni siquiera calibrarlo, en sus justos términos. Soy consciente de la fútil conquista del andariego, del umbral que nunca traspone del todo, que solo puede abocarle a la ausencia de certitudes en la vida. Cuán poco me importa a estas alturas la contradicción, la falsa verosimilitud, la mentira encubierta, la sonrisa milagrosa. Cuán poco me importa, cuán poco serio es todo. Igual que la famosa expresión “traduttore, traditore”, la misma memoria hecha de palabras se me escapa: estoy traicionando mi propio texto vital. Solo puedo constatarlo y exponerlo: que sirva para que los otros sean también conscientes de la niebla que entela sus ojos. Es el falso espectáculo de los demás, que empieza en uno mismo.